En un momento dado, al final del cuarto de los ocho capítulos que componen M, el hijo del siglo, el actor Luca Marinelli, personificación mucho más allá de la propia realidad de Benito Mussolini, mira a la cámara y grita Make Italy Great Again. Acaba de conseguir el escaño en el Parlamento como primer paso al cataclismo de odio y violencia que vendrá después. De alguna forma, ese desaforado anacronismo da la pauta.
Como afirma el director Joe Wright (autor antes de películas como Expiación o El instante más oscuro), la idea no es hacer un fresco de época con las figuras del pasado en un decorado de cartón. Y añade: «Todo lo que pasó entonces en Italia puede pasar ahora mismo en cualquier parte de Europa y del mundo. De hecho, está pasando. Mi país, Reino Unido, es un lugar de larga tradición moderada. Desde el Brexit la minoría de extrema derecha se ha hecho presente hasta los brutales sucesos que hemos vivido contra inmigrantes hace apenas unas semanas.»
Para situarnos, M. El hijo del siglo recorre la biografía del protagonista entre 1919, cuando fundó el partido fascista, y 1925, cuando, tras haber llegado al poder con la Marcha sobre Roma de 1922, Mussolini pronunció un infame discurso en la Cámara de Diputados italiana en el que se declaró dictador. Justo antes, como momento decisivo en el que todo saltó por los aires, el salvaje asesinato del socialista Giacomo Matteotti a manos de los camisas negras en un esperpento de brutalidad y odio.
La propuesta de Wright tiene mucho de electroshock. El espectador es invitado no tanto a un espectáculo para la distracción o la reflexión pautada y calma como a un gran guiñol ideado no tanto para despertar conciencias, que también, como para mover a la indignación en crudo. La propuesta de un director siempre dado a lo barroco ahora directamente toca el paroxismo. Todo está permitido en un obra que igual bebe de El hombre de la cámara (el documental vanguardista de 1929 de Dziga Vertov), que de Scarface de Howard Hawks, que la cultura rave de los 90. Las referencias son del propio director en un intento de modernizar y traer a nuestros días buena parte de los preceptos revolucionarios de la vanguardia futurista de la que tanto bebió (hasta atragantarse) el fascismo. Y un dato más, la banda sonora la firma Tom Rowlands, de los Chemical Brothers. Quizá haya alguien capaz de dar más, pero desde luego no al volumen que lo ofrece M. El hijo del siglo.
No sabría decir cuándo naci en mí la idea de hacer algo así. Pero sí hay algo a lo que le he estado dando vueltas últimamente y que tiene que ver con mi adolescencia. Cuando era joven, todo nos parecía fascismo. El profesor era un fascista, los padres eran fascistas, la policía era fascista, la música que no nos gustaba también era fascista… Pero luego, con el correr del tiempo, todos en Inglaterra vimos cómo la derecha populista se apoderaba no solo de esa palabra sino de conceptos asociados a ella, y me planté. Sentí la necesidad de estudiar de verdad el origen y sentido de un término que, a fuerza de ser usado para todo, había perdido su sentido, dice, se toma una pausa y concluye protocolario: «Mirar al pasado es la forma de entender el presente.»
La serie sigue al paso la primera entrega de la trilogía del escritor Antonio Scurati sobre el llamado Il Duce. Pero lo hace muy a su manera. Los discursos reales y las conversaciones más o menos reconstruidas y muy cercanas a la realidad, se alternan con las reflexiones noveladas del protagonista que un Marinelli extraordinario en toda la amplitud y brillo de la palabra escupe directamente a la cámara primero y al espectador como acción derivada. Mientras, la pantalla se deshace en decorados más propios de la ópera que alternan con localizaciones, transparencias imposibles y giros de cámara poco aconsejables para gente con proclividad al mareo. Y todo ello para conseguir una película (pues eso es) que funciona literalmente como un poema extremo, ruidoso y mecanizado de Filippo Tommaso Marinetti, él también fascista hasta que dejó de serlo.
Es la primera vez que el dictador italiano protagoniza una película con todas las consecuencias. Vincere, de Marco Bellocchio, por ejemplo, contaba la juventud de Mussolini desde la óptica de su primera pareja Ida Dalser. Y hace no tanto, y por cambiar de déspota, el que un director alemán, Oliver Hirschbiegel, se atreviera a representar a Adolf Hitler en carne y hueso en una cinta como El hundimiento hizo detonar la mayor de las polémicas. Hasta Wim Wenders lo tachó de inmoral. De nuevo, la pregunta: ¿es legítimo humanizar al monstruo? Es necesario. Es importante ver que esas personas son seres humanos como nosotros, porque lo contrario es una forma engañosa de absolvernos de toda responsabilidad. Recuerdo que tras las atrocidades de Abu Ghraib, Bush apareció en la tele y dijo: ‘Estas personas son malvadas. Tienen una enfermedad en el alma’. Hablaba de unos militares americanos. Lo que decía es que todo estaba bien, menos eso. Sinceramente, no creo que eso funcione. Es importante entender a estos personajes como los seres humanos que son y no demonizarlos. Debemos asumir la responsabilidad por ellos. De lo contrario, es como si nos dijéramos: ‘Oh, el diablo vino y nos hipnotizó a todos’. Pero eso no es cierto a poco que se conozca la historia. No eran bestias, eran nuestros vecinos los que salían a dar palizas a otros vecinos. Queda claro.
Cuenta Wright que su idea fue componer una especie de collage y que se es el motivo tanto de la música techno (que se alimenta de fragmentos de otras músicas) como de la composición cubista de las escenas pensadas para ser contempladas a la vez desde distintos puntos de vista. Además, añade, los personajes son bastante brechtianos. Las actuaciones son increíblemente reales e increíblemente íntimas, pero hay una sensación de artificio en lo que estamos haciendo. La serie dice de sí misma que no es un documental, sino que es una ficción donde todo lo que se cuenta sucedió y es completamente verdad.
-Y cuál es su actualidad? ¿Por qué ahora mismo?
-Entiendo que es una pregunta retórica. Basta asomarse al mundo. El fascismo de ayer y la extrema derecha de hoy viven de la explotación de las preocupaciones legítimas de la población; viven del miedo y la violencia. Eso sin tener en cuenta que la política fascista representó la entronización de la masculinidad tóxica, la politización del culto a la masculinidad. Y eso también lo estamos viendo ahora. Es bueno ver dónde vamos a acabar si nos dejamos llevar por esta oscura tentación. Dentro de muchos hombres, tal vez de todos los hombres, hay una bestia oscura y horrible que, probablemente por miedo, no se quiera controlar.
La serie acaba con Mussolini haciendo caer la democracia a sus pies. Falta lo demás. Me encantaría poder continuar y completar la trilogía. Creo que es importante. En un tiempo de nacionalismos, reivindicar a la Humanidad es obligatorio, concluye.