Actualmente, la memoria democrática está fuertemente consolidada a nivel político, social e institucional. En Europa, España y Cataluña se han promulgado leyes y se han creado organismos para impulsar políticas en este ámbito. La memoria cuenta hoy con espacios en los medios, en los discursos políticos e incluso en plataformas de streaming. Aquellos que desde hace tiempo abogamos por los principios de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición podemos decir con satisfacción que estamos avanzando.
Sin embargo, precisamente por ello, el momento actual conlleva riesgos. La complacencia y la inercia pueden dañar la cultura de la memoria y su potencial transformador, por lo que necesitamos más reflexión crítica. El largo silencio del pasado y la falta de justicia y reparación no deberían impedir que, desde el ámbito académico, político y asociativo, realicemos una revisión y actualización de los discursos y reivindicaciones para evitar que la sacralización del pasado o la adopción acrítica de experiencias extranjeras conviertan la memoria en un arma de confrontación política o, peor aún, en un adorno poco útil para la sociedad.
Es cierto que las circunstancias de nuestro país son muy particulares. A pesar de que se han desarrollado políticas de memoria desde hace al menos 30 años, el hecho de que no hubiera juicios penales conlleva implicaciones importantes. Entre otros efectos, hace que todavía existan demandas que deben ser satisfechas. Aunque el paso del tiempo no borra las injusticias, sí nos obliga a repensar los conceptos de reparación y justicia si queremos que sean realizables.
Importar acríticamente discursos y experiencias de otras latitudes y momentos históricos, como Alemania en 1946 o Argentina en los años ochenta, no solo choca con principios elementales del derecho, sino que también conlleva el riesgo de quitarle a la memoria su potencial emancipador al situar la utopía en el pasado y no en el futuro. No se debe renunciar a la justicia, pero esta debe adaptarse al momento actual. Buscar en el espacio lo que se perdió en el tiempo (Amos Oz) puede generar titulares llamativos, pero ese no debería ser el objetivo de nadie.
Necesitamos también una reflexión sobre la dimensión política de la memoria. Durante mucho tiempo, la memoria ha sido bandera de los movimientos de izquierda herederos del antifranquismo, que mantuvieron la llama de la justicia y la verdad en los años ochenta y noventa. Pero ahora estamos en otro momento que demanda abrir el espectro político y ciudadano para reforzar y ampliar consensos, también con la derecha democrática, que tiene memoria, aunque no la reivindique.
Hoy en día, el uso de la memoria como arma de combate resulta contraproducente porque la empequeñece y, lo que es más grave, pone en peligro su transmisión a las nuevas generaciones. Hemos visto en Alemania, Brasil e Israel que la memoria, si no se actualiza y se abre, no solo no ayuda a prevenir el autoritarismo, sino que genera rechazo, especialmente en las nuevas generaciones. Precisamente debido al aumento de la extrema derecha, necesitamos consensos más amplios, discursos más modernos y, sobre todo, comparaciones con el pasado menos groseras.
El sesgo ideológico y la falta de conocimiento también han provocado que desde ciertos sectores políticos se vea la bandera de la memoria como portadora de discursos o reivindicaciones siempre legítimos y defendibles. Sin embargo, hay casos en los que las reivindicaciones memorialistas no son justas o están desvinculadas de la realidad. Recientemente, hemos visto casos del que podríamos llamar «terraplanismo memorialístico», como son los discursos y demandas contrarios a la evidencia científica. Ejemplos son las comparaciones de las fosas de Cataluña con las de Ucrania o Camboya, las reclamaciones de procesos judiciales inviables desde el punto de vista legal, o la negación de ciertos avances de la historiografía porque desmontan determinados relatos políticos. Estos discursos van en contra de los objetivos que la memoria debería tener: construir referentes, satisfacer derechos y fortalecer la democracia.
Algo diferente pero también digno de revisión es la permanencia de relatos hagiográficos y polarizados sobre determinados episodios del pasado. Primo Levi y Jorge Semprún hablaron hace décadas de lo que el primero llamó «zona gris», pero en nuestro país todavía hay temas sobre los cuales es difícil salir de los tópicos y del maniqueísmo. Idealizar y santificar ciertas luchas eliminando su complejidad suele ser resultado de un solipsismo, de relatos hechos por y para el movimiento memorialista, y dificulta su transmisión. La memoria debe ser crítica con el pasado, pero también consigo misma para evitar relatos simplistas o apropiaciones indebidas como las que están ocurriendo con ciertos discursos en torno a la reclamación de Via Laietana 43 como espacio de memoria.
La memoria no es de ningún partido, de ningún espectro político, de ninguna institución, y, como dice Philippe Mesnard, tampoco debería ser patrimonio exclusivo de ninguna disciplina científica. En nuestro país, muchas veces se ha reducido a la historia y la museología, confundiendo memoria con relatos detallados y eruditos sobre el pasado. La memoria es historia, pero también es relato y construcción de referentes ciudadanos que necesitan una actualización constante. Para que cumpla todas sus funciones, la memoria debe resultar de la interacción en pie de igualdad de diferentes disciplinas: la historia, por supuesto, pero también el derecho, la sociología, la antropología y las ciencias de la educación, entre otras.
Necesitamos memoria más que nunca, pero la memoria debe tener una mirada amplia. Los que formamos parte del movimiento memorialista podemos decir con orgullo que estamos ganando la batalla. Pero para que siga siendo útil para la construcción en la sociedad, debemos pensar críticamente la memoria, abriéndola a más espacios y abordando los temas tabú. La política y las instituciones, por su parte, deben actuar con valentía asumiendo el costo a corto plazo de enfrentarse a inercias y lugares comunes del pasado. En este debate y esta apertura, nos jugamos el potencial emancipador de la memoria democrática en el futuro.
Alfons Aragoneses es historiador del derecho y exdirector general de Memòria Democràtica.